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Toallas limpias
-anunció la voz al otro lado de la puerta del cuarto de baño.
-Déjelas encima de la
cama, gracias -grité.
No había pedido
toallas y era extraño que vinieran a reponerlas a esa hora de la
tarde, pero imaginé que se trataría de una simple descoordinación
del servicio.
Terminé de aplicarme
la máscara de pestañas frente al espejo. Con ella acabé el
maquillaje: ya sólo me faltaba vestirme y aún quedaba casi una hora
para que Joao me recogiera. Estaba en albornoz. Me empecé a
arreglar temprano para ocupar los minutos con alguna actividad y
dejar de presagiar finales funestos para mi breve carrera, pero aún
seguía sobrándome tiempo. Salí del baño y mientras me anudaba el
cinturón titubeé decidiendo qué hacer. Esperaría un rato antes de
vestirme. O quizá no, quizá debería al menos ir poniéndome las
medias ya. O tal vez no, tal vez lo mejor sería… Y entonces le vi,
y todas las medias del mundo dejaron en ese momento de
existir.
-¿Qué haces aquí,
Marcus? -balbuceé sin dar crédito. Alguien le había dejado pasar al
traer las toallas. O quizá no: barrí la habitación con la mirada y
no encontré toallas por ningún sitio.
No respondió a mi
pregunta. Tampoco me saludó ni se molestó en justificar su osadía
al invadir mi habitación de aquella manera.
-Deja de ver a Manuel
da Silva, Sira. Aléjate de él, sólo he venido a decirte eso.
Habló con voz
contundente. Estaba de pie, con el brazo izquierdo apoyado contra
el respaldo de un sillón en una esquina. Con camisa blanca y traje
gris, ni tenso, ni relajado: sobrio tan sólo. Como si tuviera una
obligación y la firme voluntad de no incumplirla.
No pude replicarle:
ninguna palabra consiguió llegarme a la boca.
-No sé qué relación
tienes con él -prosiguió-, pero aún estás a tiempo de no seguir
implicándote. Vete de aquí, vuelve a Marruecos…
-Ahora vivo en Madrid
-logré decir por fin. Permanecía de pie sobre la alfombra, inmóvil,
descalza, sin saber qué hacer. Recordé las palabras de Rosalinda
aquella misma madrugada: debía ser cuidadosa con Marcus, no sabía
en qué mundo se movía ni en qué negocios andaba metido. Me recorrió
un escalofrío. Ni ahora lo sabía, ni quizá lo supe nunca. Esperé a
que siguiera hablando para poder calcular hasta dónde podría
sincerarme y hasta dónde tendría que ser cauta; hasta qué punto
debería dejar salir a la Sira que él conocía y hasta cuándo debería
seguir representado el papel distante de Arish Agoriuq.
Se separó del sillón
y se acercó unos pasos. Su rostro seguía siendo el mismo, sus ojos
también. El cuerpo flexible, el nacimiento del pelo, el color de la
piel, la línea de la mandíbula. Los hombros, los brazos a los que
me agarré tantas veces, las manos que sostuvieron mis dedos, la
voz. Todo me era de pronto tan cercano, tan próximo. Y tan ajeno a
un tiempo.
-Vete entonces cuanto
antes, no vuelvas a verle -insistió-. No te mereces un tipo así. No
tengo la menor idea de por qué te has cambiado el nombre, ni de a
qué has venido a Lisboa, ni de qué es lo que te ha hecho acercarte
a él. Tampoco sé si vuestra relación es algo natural o si alguien
te ha metido en esta historia, pero te aseguro…
-No hay nada serio
entre nosotros. He venido a Portugal a hacer compras para mi
taller; alguien a quien conozco en Madrid me puso en contacto con
él y nos hemos visto algunas veces. Es sólo un amigo.
-No, Sira, no te
equivoques -cortó tajante-. Manuel da Silva no tiene amigos. Tiene
conquistas, tiene conocidos y aduladores, y tiene contactos
profesionales interesados, eso es todo. Y últimamente, esos
contactos no son los más convenientes. Está metiéndose en asuntos
turbios; cada día que pasa se sabe algo nuevo, y tú deberías
mantenerte al margen de todo ello. No es un hombre para ti.
-Tampoco lo será para
ti entonces. Pero parecíais buenos amigos la noche del
casino…
-Los dos nos
interesamos mutuamente por puras cuestiones comerciales. O, mejor
dicho, nos interesábamos. Mis últimas noticias son que ya no quiere
volver a saber más de mí. Ni de mí, ni de ningún otro inglés.
Respiré con alivio:
sus palabras implicaban que Rosalinda había logrado dar con él y
hacer que alguien le transmitiera mi mensaje. Seguíamos de pie,
frente a frente, pero habíamos acortado la distancia sin apenas
darnos cuenta. Un paso adelante él, otro yo. Otro más él, otro más
yo. Cuando comenzamos a hablar, cada uno ocupaba un extremo de la
habitación, como dos luchadores suspicaces y en guardia, temerosos
ambos de la reacción del contrario. Con el transcurrir de los
minutos nos habíamos ido acercando, inconscientemente tal vez,
hasta quedar en el centro de la habitación, entre los pies de la
cama y el escritorio. Al alcance uno del otro a poco que hiciéramos
un movimiento más.
-Sabré cuidarme,
quédate tranquilo. En la nota que me diste en el casino me
preguntabas qué había sido de la Sira de Tetuán. Ya lo ves: se ha
vuelto más fuerte. Y también más descreída y más desencantada.
Ahora te pregunto yo lo mismo a ti, Marcus Logan: qué fue del
periodista que llegó destrozado a África para hacer al alto
comisario una larga entrevista que nunca…
No pude terminar la
frase, me interrumpieron unos golpes en la puerta. Alguien llamaba
desde fuera. A deshora y con precisión. Me agarré a su brazo
instintivamente.
-Pregunta quién es
-susurró.
-Soy Gamboa, el
ayudante del señor Da Silva. Traigo algo de su parte -anunció la
voz desde el pasillo.
Con tres zancadas
sigilosas, Marcus desapareció en el interior del cuarto de baño. Yo
me acerqué con lentitud hasta la puerta, agarré el pomo y respiré
varias veces. Después abrí fingiendo naturalidad y encontré a
Gamboa sosteniendo algo ligero y aparatoso envuelto en capas de
papel de seda. Tendí las manos para recoger aquello que aún no
sabía qué era, pero no me lo entregó.
-Es mejor que las
deje yo mismo sobre una superficie plana, son muy delicadas.
Orquídeas -aclaró.
Dudé unos segundos.
Aunque Marcus estuviera escondido en el baño, era una temeridad
permitir que aquel hombre entrara en la habitación, pero, por otra
parte, si me negaba a dejarle pasar, parecería que estaba ocultando
algo. Y, en aquel momento, lo último que deseaba era levantar
sospechas.
-Adelante -accedí por
fin-. Déjelas encima del escritorio, por favor.
Y entonces me di
cuenta. Y deseé que el suelo se abriera bajo mis pies y me tragara
entera. Absorbida de un golpe, aspirada, desaparecida hasta la
eternidad. Así no tendría que afrontar las consecuencias de lo que
acababa de ver. En el centro de la estrecha mesa, entre el teléfono
y una lámpara dorada, había algo inoportuno. Algo inmensamente
inoportuno que no convenía que nadie viera allí. Y menos aún el
emplcado de confianza de Da Silva.
Rectifiqué tan rápido
como lo advertí.
-O no, mejor aún
póngalas aquí, sobre el banco a los pies de la cama.
Me obedeció sin el
menor comentario, pero supe que él también se había dado cuenta.
Cómo no. Lo que había encima de la madera pulida del escritorio era
algo tan ajeno a mí y tan incongruente en una habitación ocupada
por una mujer sola que por fuerza tuvo que llamarle la atención: el
sombrero de Marcus.
Salió de su escondite
en cuanto oyó la puerta cerrarse.
-Vete, Marcus. Vete
de aquí, por favor -insistí mientras me esforzaba por anticipar el
tiempo que Gamboa tardaría en contarle a su jefe lo que acababa de
ver. Si Marcus cayó en la cuenta del desastre que su sombrero
podría desencadenar, no lo demostró-. Deja de preocuparte por mí:
mañana por la noche vuelvo a Madrid. Hoy será mi último día, a
partir de…
-¿De verdad te vas
mañana? -preguntó agarrándome por los hombros. A pesar de la
ansiedad y el temor, una sensación de algo que llevaba mucho tiempo
sin sentir me recorrió la espalda.
-Mañana por la noche,
sí, en el Lusitania Express.
-¿Y no vas a volver a
Portugal?
-No, de momento no
tengo intención.
-¿Y a
Marruecos?
-Tampoco. Me quedaré
en Madrid, allí tengo ahora mi taller y mi vida.
Mantuvimos el
silencio unos segundos. Probablemente los dos estuviéramos pensando
lo mismo: qué mala suerte haber cruzado otra vez nuestros destinos
en un tiempo tan turbulento, qué tristeza tener que mentirnos
así.
-Cuídate mucho.
Asentí sin palabras.
Llevó entonces la mano a mi rostro y recorrió lentamente la mejilla
con un dedo.
-Fue una lástima que
no llegáramos a acercarnos más en Tetuán, ¿verdad?
Me alcé de puntillas
y pegué mi boca a su cara para darle un beso de despedida. Cuando
le olí y me olió, cuando mi piel rozó su piel y mi aliento se volcó
en su oído, le susurré la respuesta.
-Fue una lástima
total y absoluta.
Salió sin un ruido y
atrás quedé yo, en compañía de las orquídeas más hermosas que jamás
volvería a ver; arrancándome a tirones las ganas de correr tras él
para abrazarle mientras intentaba calibrar el resultado de aquel
desatino.